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BLOG DEL LAICADO TRINITARIO DE VALDEPEÑAS

Espiritualidad

REFLEXIÓN PARA EL DÍA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD, ESCRITO POR IGNACIO ROJAS.(II)

REFLEXIÓN PARA EL DÍA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD, ESCRITO POR IGNACIO ROJAS.(II)

REFLEXIÓN PARA EL DÍA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD, ESCRITO POR IGNACIO ROJAS.

REFLEXIÓN PARA EL DÍA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD, ESCRITO POR IGNACIO ROJAS.

La vida en el Espíritu.

La vida en el Espíritu.

1. El Espíritu Santo «es Señor y da la vida». Con estas palabras del símbolo niceno-constantinopolitano la Iglesia sigue profesando la fe en el Espíritu Santo, al que san Pablo proclama como «Espíritu que da la vida» (Rm 8, 2).

En la historia de la salvación la vida se presenta siempre vinculada al Espíritu de Dios. Desde la mañana de la creación, gracias al soplo divino, casi un «aliento de vida», «el hombre resultó un ser viviente» (Gn 2, 7). En la historia del pueblo elegido, el Espíritu del Señor interviene repetidamente para salvar a Israel y guiarlo mediante los patriarcas, los jueces, los reyes y los profetas. Ezequiel representa eficazmente la situación del pueblo humillado por la experiencia del exilio como un inmenso valle lleno de huesos a los que Dios comunica nueva vida (cf. Ez 37, 1-14): «y el Espíritu entró en ellos; revivieron y se pusieron en pie» (Ez 37, 10).

Sobre todo en la historia de Jesús el Espíritu Santo despliega su poder vivificante: el fruto del seno de María viene a la vida «por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 18 cf. Lc 1, 35). Toda la misión de Jesús está animada y dirigida por el Espíritu Santo, de modo especial, la resurrección lleva el sello del «Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rm 8, 11).

2. El Espíritu Santo, al igual que el Padre y el Hijo, es el protagonista del «evangelio de la vida» que la Iglesia anuncia y testimonia incesantemente en el mundo.

En efecto, el evangelio de la vida, como expliqué en la carta encíclica Evangelium vitae, no es una simple reflexión sobre la vida humana, y tampoco es sólo un mandamiento dirigido a la conciencia; se trata de «una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús» (n. 29), que se presenta como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Y, dirigiéndose a Marta, hermana de Lázaro, reafirma: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25).

3. «El que me siga —proclama también Jesús— (...) tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). La vida que Jesucristo nos da es agua viva que sacia el anhelo más profundo del hombre y lo introduce, como hijo, en la plena comunión con Dios. Esta agua viva, que da la vida, es el Espíritu Santo.

En la conversación con la samaritana Jesús anuncia ese don divino: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva. (...) Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 10-14). Luego, con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos, al anunciar su muerte y su resurrección, Jesús exclama, también a voz en grito, como para que lo escuchen los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: "De su seno correrán ríos de agua viva". Esto lo decía —advierte el evangelista Juan— refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-39).

Jesús, al obtenernos el don del Espíritu con el sacrificio de su vida, cumple la misión recibida del Padre: «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). El Espíritu Santo renueva nuestro corazón (cf. Ez 36, 25-27; Jr 31, 31-34), conformándolo al de Cristo. Así, el cristiano puede «comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse» (Evangelium vitae, 49). Ésta es la ley nueva, «la ley del Espíritu, que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2). Su expresión fundamental, a imitación del Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13), es la entrega de sí mismo por amor: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3, 14).

4. La vida del cristiano que, mediante la fe y los sacramentos, está íntimamente unido a Jesucristo es una «vida en el Espíritu». En efecto, el Espíritu Santo, derramado en nuestros corazones (cf. Ga 4, 6), se transforma en nosotros y para nosotros en «fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 14).

Así pues, es preciso dejarse guiar dócilmente por el Espíritu de Dios para llegar a ser cada vez más plenamente lo que ya somos por gracia: hijos de Dios en Cristo (cf. Rm 8, 14-16). «Si vivimos según el Espíritu —nos exhorta san Pablo—, obremos también según el Espíritu» (Ga 5, 25).

En este principio se funda la espiritualidad cristiana, que consiste en acoger toda la vida que el Espíritu nos da. Esta concepción de la espiritualidad nos protege de los equívocos que a veces ofuscan su perfil genuino.

La espiritualidad cristiana no consiste en un esfuerzo de autoperfeccionamiento, como si el hombre con sus fuerzas pudiera promover el crecimiento integral de su persona y conseguir la salvación. El corazón del hombre, herido por el pecado, es sanado por la gracia del Espíritu Santo; y el hombre sólo puede vivir como verdadero hijo de Dios si está sostenido por esa gracia.

La espiritualidad cristiana no consiste tampoco en llegar a ser casi «inmateriales», desencarnados, sin asumir un compromiso responsable en la historia. En efecto, la presencia del Espíritu Santo en nosotros, lejos de llevarnos a una «evasión» alienante, penetra y moviliza todo nuestro ser: inteligencia, voluntad, afectividad, corporeidad, para que nuestro «hombre nuevo» (Ef 4, 24) impregne el espacio y el tiempo de la novedad evangélica.

5. En el umbral del tercer milenio, la Iglesia se dispone a acoger el don siempre nuevo del Espíritu que da la vida, que brota del costado traspasado de Jesucristo, para anunciar a todos con íntima alegría el evangelio de la vida.

Supliquemos al Espíritu Santo que haga que la Iglesia de nuestro tiempo sea un eco fiel de las palabras de los Apóstoles: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 1-3).

Solemnidad de Pentecostés.

Solemnidad de Pentecostés.

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy la gran fiesta de Pentecostés, en la que la liturgia nos hace revivir el nacimiento de la Iglesia, tal como lo relata san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-13). Cincuenta días después de la Pascua, el Espíritu Santo descendió sobre la comunidad de los discípulos, que "perseveraban concordes en la oración en común" junto con "María, la madre de Jesús", y con los doce Apóstoles (cf. Hch 1, 14; 2, 1). Por tanto, podemos decir que la Iglesia tuvo su inicio solemne con la venida del Espíritu Santo.

En ese extraordinario acontecimiento encontramos las notas esenciales y características de la Iglesia: la Iglesia es una, como la comunidad de Pentecostés, que estaba unida en oración y era "concorde": “tenía un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32). La Iglesia es santa, no por sus méritos, sino porque, animada por el Espíritu Santo, mantiene fija su mirada en Cristo, para conformarse a él y a su amor. La Iglesia es católica, porque el Evangelio está destinado a todos los pueblos y por eso, ya en el comienzo, el Espíritu Santo hace que hable todas las lenguas. La Iglesia es apostólica, porque, edificada sobre el fundamento de los Apóstoles, custodia fielmente su enseñanza a través de la cadena ininterrumpida de la sucesión episcopal.

La Iglesia, además, por su misma naturaleza, es misionera, y desde el día de Pentecostés el Espíritu Santo no cesa de impulsarla por los caminos del mundo, hasta los últimos confines de la tierra y hasta el fin de los tiempos. Esta realidad, que podemos comprobar en todas las épocas, ya está anticipada en el libro de los Hechos, donde se describe el paso del Evangelio de los judíos a los paganos, de Jerusalén a Roma. Roma indica el mundo de los paganos y así todos los pueblos que están fuera del antiguo pueblo de Dios. Efectivamente, los Hechos concluyen con la llegada del Evangelio a Roma. Por eso, se puede decir que Roma es el nombre concreto de la catolicidad y de la misionariedad; expresa la fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los tiempos, a una Iglesia que habla todas las lenguas y sale al encuentro de todas las culturas.

Queridos hermanos y hermanas, el primer Pentecostés tuvo lugar cuando María santísima estaba presente en medio de los discípulos en el Cenáculo de Jerusalén y oraba. También hoy nos encomendamos a su intercesión materna, para que el Espíritu Santo venga con abundancia sobre la Iglesia de nuestro tiempo, llene el corazón de todos los fieles y encienda en ellos, en nosotros, el fuego de su amor.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis de S.S. Juan Pablo II en la audiencia general de los miércoles, dada el 11 de noviembre de 1998

S.S. Juan Pablo II, Catequesis de S.S. Juan Pablo II en la audiencia general de los miércoles, dada el 11 de noviembre de 1998

El Espíritu Santo «Esperanza que no defrauda»

1. El Espíritu Santo, derramado «sin medida» por Jesucristo crucificado y resucitado, es «aquel que construye el reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo (...) que se dará al final de los tiempos» (Tertio millennio adveniente, 45). En esta perspectiva escatológica, los creyentes están llamados, durante este año dedicado al Espíritu Santo, a redescubrir la virtud teologal de la esperanza, que «por una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, por otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios» (ib., 46).

2. San Pablo subraya el vínculo íntimo y profundo que existe entre el don del Espíritu Santo y la virtud de la esperanza. «La esperanza —dice en la carta a los Romanos— no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). Sí; precisamente el don del Espíritu Santo, al colmar nuestro corazón del amor de Dios y al hacernos hijos del Padre en Jesucristo (cf. Ga 4, 6), suscita en nosotros la esperanza segura de que nada «podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 39).

Por este motivo, el Dios que se nos ha revelado en «la plenitud de los tiempos» en Jesucristo es verdaderamente «el Dios de la esperanza», que llena a los creyentes de alegría y paz, haciéndolos «rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15, 13). Los cristianos, por tanto, están llamados a ser testigos en el mundo de esta gozosa experiencia, «siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza» (1 P 3, 15).

3. La esperanza cristiana lleva a plenitud la esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel, y que encuentra su origen y su modelo en Abraham, el cual, «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones», (Rm 4, 18). Ratificada en la alianza establecida por el Señor con su pueblo a través de Moisés, la esperanza de Israel fue reavivada continuamente, a lo largo de los siglos, por la predicación de los profetas. Por último, se concentró en la promesa de la efusión escatológica del Espíritu de Dios sobre el Mesías y sobre todo el pueblo (cf. Is 11, 2; Ez 36, 27; Jl 3, 1-2).

En Jesús se cumple esta promesa. No sólo es el testigo de la esperanza que se abre ante quien se convierte en discípulo suyo. Él mismo es, en su persona y en su obra de salvación, «nuestra esperanza» (1 Tm 1, 1) dado que anuncia y realiza el reino de Dios. Las bienaventuranzas constituyen la carta magna de este reino (cf. Mt 5, 3-12). «Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1820).

4. Jesús, constituido Cristo y Señor en la Pascua (cf. Hch 2, 36), se convierte en «Espíritu que da vida» (1 Co 15 45), y los creyentes, bautizados en él con el agua y el Espíritu (cf. Jn 3, 5), son «reengendrados a una esperanza viva» (1 P 1, 3). Ahora, el don de la salvación, por medio del Espíritu Santo es la prenda y las arras (cf. 2 Co 1, 21-22; Ef 1, 13-14) de la plena comunión con Dios, a la que Cristo nos lleva. El Espíritu Santo —dice san Pablo en la carta a Tito— ha sido derramado «sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tt 3, 6-7).

5. También según los Padres de la Iglesia, el Espíritu Santo es «el don que nos otorga la perfecta esperanza» (san Hilario de Poitiers, De Trinitate, II, 1). En efecto, como dice san Pablo, el Espíritu «se une a nuestro Espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 16-17).

La existencia cristiana crece y madura hasta su plenitud a partir de aquel «ya» de la salvación que es la vida de hijos de Dios en Cristo, de la que nos hace partícipes el Espíritu Santo. Por la experiencia de este don, tiende con confiada perseverancia hacia el «aún no» y el «aún más», que Dios nos ha prometido y nos dará al final de los tiempos. En efecto, como argumenta san Pablo, si uno es realmente hijo, entonces es también heredero de todo lo que pertenece al Padre con Cristo, el «primogénito de entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). «Todo lo que tiene el Padre es mío», afirma Jesús (Jn 16, 15). Por eso, él, al comunicamos su Espíritu, nos hace partícipes de la herencia del Padre y nos da ya desde ahora la prenda y las primicias. Esa realidad divina es la fuente inagotable de la esperanza cristiana.

6. La doctrina de la Iglesia concibe la esperanza como una de las tres virtudes teologales, que Dios derrama por medio del Espíritu Santo en el corazón de los creyentes. Es la virtud «por la que aspiramos al reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1817).

Al don de la esperanza «hay que prestarle una atención particular, sobre todo en nuestro tiempo, en el que muchos hombres, y no pocos cristianos se debaten entre la ilusión y el mito de una capacidad infinita de auto-redención y de realización de sí mismo, y la tentación del pesimismo al sufrir frecuentes decepciones y derrotas» (Catequesis en la audiencia general del 3 de julio de 1991: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de julio de 1991, p. 3).

Muchos peligros se ciernen sobre el futuro de la humanidad y muchas incertidumbres gravan sobre los destinos personales, y a menudo algunos se sienten incapaces de afrontarlos. También la crisis del sentido de la existencia y el enigma del dolor y de la muerte vuelven con insistencia a llamar a la puerta del corazón de nuestros contemporáneos.

El mensaje de esperanza que nos viene de Jesucristo ilumina este horizonte denso de incertidumbre y pesimismo. La esperanza nos sostiene y protege en el buen combate de la fe (cf. Rm 12 12). Se alimenta en la oración, de modo muy particular en el Padrenuestro, «resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1820).

7. Hoy no basta despertar la esperanza en la interioridad de las conciencias; es preciso cruzar juntos el umbral de la esperanza.

En efecto, la esperanza tiene esencialmente —como profundizaremos mas adelante— también una dimensión comunitaria y social, hasta el punto de que lo que el Apóstol dice en sentido propio y directo refiriéndose a la Iglesia puede aplicarse en sentido amplio a la vocación de la humanidad entera: «Un solo cuerpo, un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados» (Ef 4, 4).

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